viernes, 24 de agosto de 2012

Etnias: Pigmeos Baka


Etnias: Pigmeos Baka



En el mes de mayo de 2012 al promediar un duro viaje a través de la selva africana que se inició en Bangui, capital de la República Centroafricana  
  


y finalizó en la costa atlántica de Camerún tuve la oportunidad de convivir con pigmeos en el extremo oriente de este último país.

Los pigmeos se distribuyen dentro de la franja ecuatorial en manchas aisladas con ligazones étnicas pero con diferencias linguísticas y rituales. Además de los dos países citados se los encuentra en Uganda, Tanzania, República Democrática del Congo, Congo y Gabón.




Un amigo, el antropólogo catalán Joan Riera, reconocido africanista, me facilitó el acceso a un remoto rincón donde había localizado un grupo de estos nómadas de la selva.
Partimos desde un pequeño poblado llamado Salapoumbe que cuenta con un puesto de control forestal. 
Conmueve ver el incesante tránsito de camiones cargando gigantescos troncos de madera fina. 
      


No creo que sea desacertado pensar que gran parte de este comercio se haga dentro de la ilegalidad.

Joseph, mi guía e intérprete camerunés, contrató cuatro pigmeos, dos porteadores     
 


y dos provistos de machetes para ir abriendo la senda que nos llevaría al campamento baka.
En el trayecto uno de los pigmeos fue explicando, con las previsibles limitaciones en la interpretación, datos sobre la vegetación y los usos, básicamente medicinales, que hacen de la misma.
Cuando aún restaba un largo trecho para arribar al campamento ya se escuchaba los cánticos baka de cautivante polifonía que entonan durante gran parte del día…y la noche.

Emocionante fue la entrada al campamento. Todos los miembros se agruparon para recibirnos sin dejar de cantar. En sus ojos se dibujaba tanta curiosidad y asombro como en los nuestros.



Desde ese primer encuentro me deslumbraron los niños. Poco a poco fueron dejando de lado el recelo inicial y comenzaron tibiamente a interactuar con nosotros mientras los adultos volvieron a sus danzas y quehaceres.
Calculo que eran unos sesenta miembros con una neta superioridad en número de niños. Las familias con muchos hijos elevan su estatus dentro de la comunidad. Son mayoritariamente monógamos.

El claro en la selva no superaba los mil metros cuadrados y se encontraba en las proximidades de un río.
En su perímetro se emplazaba una docena de mongulus, las chozas tradicionales pigmeas. El centro estaba ocupado por incansables bailarines

acompañados por tres adultos que percutían unos bidones plásticos.



Frente a las chozas había algunos fuegos de leños enfrentados como para generar poca llama y una espesa humareda agregaba misterio a la proximidad de la noche.



Una mujer apareció portando un manojo de varillas y cantidad de grandes hojas, todo recién extraído de la selva circundante. Clavando las puntas de las varillas en tierra fue armando un entramado semiesférico sobre el que trabó las hojas gracias a un quiebre parcial que hacía de sus ejes centrales.



La disposición de las mismas era tal que de llover el agua se deslizaría sin penetrar en el interior. En menos de media hora nos construyó un mongulu.

La noche cae rápidamente en la selva ecuatorial. Comenzaron a avivar las llamas, única fuente de luz, y a cocinar.
Una niña molía lo que supongo era "maní de selva"













y otras atendían las cocciones que evolucionaban en ennegrecidas ollas.



Una mujer me ofreció una ración de una pasta blanquecina servida en una hoja.






El sabor no era definible, casi de una bienvenida insipidez.

Había otra opción gastronómica que afortunadamente no me fue ofrecida, rata asada.




La toman por el extremo de la cola y la exponen al fuego sin desollar hasta que se queman pelos y cuero.







Se cerró la noche, las horas pasaban y los bailes y cantos no insinuaban siquiera mermar en frenesí y volumen.















Fumé con calma mi pipa esperando infructuosamente


que se dieran las condiciones para conciliar el sueño. Igualmente intenté dormir y lo conseguí con repetidos sobresaltos.
Más allá de la medianoche llegó el silencio de los pigmeos y afloró el sobrecogedor sonido nocturno de la selva.
Mucho no duró la tregua. En un momento un pigmeo comentó algo en voz alta desde su mongulu lo que motivó una inmediata respuesta desde otro sector del campamento. Se fueron sumando voces y se generó una animada tertulia de personajes invisibles y frases ininteligibles que duró hasta el amanecer.
Parece regir un código por el que todo lo que un miembro diga debe poder ser escuchado por el conjunto.
Individualmente no se ajustan a un ritmo estrictamente circadiano de sueño y vigilia y manejan a voluntad sus tiempos a excepción de las ocasiones en que se organizan en bandas para cazar o recolectar con estrategia grupal.

Con la primera claridad me incorporé con la lentitud y torpeza que el mal descanso y el suelo duro condicionaron.
Dadas las pobres condiciones de luz busqué un apoyo para tomar fotografías. Elegí mal. El tronco sobre el que me recosté estaba surcado por una nutrida columna de hormigas hiperquinéticas que no dudaron en atacarme. Me desembaracé de ellas reprimiendo exclamaciones y morigerando mis reacciones para no quebrar el silencio y la calma que reinaban.


Comenzaron a dibujarse los mongulus y pequeños grupos reunidos alrededor de los fuegos sumidos en un extraño mutismo  .

En poco rato todos estaban en movimiento.

Algunos cargaron sus cestas
para internarse en la selva a recolectar alimentos vegetales y miel











y otros lo hicieron a colocar trampas

para procurar "carne de selva".













Parte de lo acopiado lo intercambian por bananas y mandioca con los bantús, agricultores sedentarizados, que ven en la selva un enemigo que amenaza sus cultivos contrariamente a los baka que ven en ella a Jengi, la benefactora y generosa "Madre Naturaleza", eje desde siempre de su  cosmología.
Este intercambio, a primera impresión desfavorable para los baka tiene el disimulado beneficio de evitar que los bantús ingresen a la selva y hagan un mal uso de los recursos.
Con los bantús comparten también la ceremonia nkumbi de iniciación y circuncisión de los varones en una especie de hermandad de sangre.
A diferencia de los bantús que veneran a sus antepasados inhumándolos en tumbas cercanas a sus chozas los pigmeos no lo hacen. Sencillamente cuando un pigmeo muere perece su cuerpo y parte de su alma. Creen en una fuerza vital que llaman megbe, asociada a la sombra y la sangre, y que en el último aliento del moribundo parte de ella es aspirada por uno de sus hijos.

Media docena de mujeres y algunos niños se encaminaron hacia el río cercano a pescar. La técnica es muy interesante.





Desvían parte del caudal hacia un cauce poco profundo y con lodo espeso y ramas van construyendo un dique.



Cortan el aporte de agua y comienzan a vaciar manualmente la retenida.



Cuando el nivel es mínimo recolectan los pequeños peces que quedaron encerrados y luchando desesperadamente.

Pasadas unas horas comenzaron nuevamente a cantar y bailar. Los protagonisatas se van alternando.
El baile es sencillo. Describen un círculo dando pequeños pasos golpeando con la plantas de sus pies el suelo y moviendo las caderas, movimiento que hacen más notorio rodeando sus cinturas con ramas y hojas.


Una madre participaba entusiastamente cargando un bebé que no se desprendía de su pecho


y el "chamán", luciendo una especie de gorro confeccionado con piel de gato tigre,



bailaba muy pausadamente, fuera de ritmo, dando una sensación de mesura dentro del aparente descontrol.



A una mujer al parecer no le agradaba nuestra presencia













y cada vez que los desplazamientos de la danza la hacían pasar cerca de nosotros

cantaba casi a los gritos y con posturas desafiantes.








Era la excepción, los demás adultos se desenvolvían con naturalidad. Con el correr de las horas ella también lo hizo.


No son de sonrisa fácil pero reflejan al menos placidez


y en medio del trance inducído por la danza y el canto se podía apreciar en algunas bocas los dientes limados en punta.


Esta costumbre se suma a la de practicar escarificaciones, tatuajes y perforaciones con incrustacíón como la del labio superior de una anciana que nos observó largo rato fumando un cigarrillo armado con una hoja y tabaco de selva.



El resto del día lo dediqué a retratar niños, todos de una conmovedora simpatía que no da lugar a la indiferencia. La gran mayoría tenía sus rostros y cuerpos pintados con un engrudo amarillento.










Las pinturas no parecen ajustarse a un patrón pero sí responden a la intención de protegerlos de los extraños.


A esta altura de nuestra permanencia las sonrisas y las brillantes miradas


nos hacían sentir aceptados y muchos procuraron mostrar sus habilidades






trepando con agilidad los árboles









o haciendo piruetas con zancos.



















Algunas niñas deben hacerse cargo de sus hermanos  pequeños.






No se los ve jugar


y su entretenimiento es básicamente imitar las actividades de los adultos



y confraternizar entre coetáneos.


Muchos tienen sus abdómenes globosos,


ombligos prominentes


y sus cabezas con el pelo en "granos de pimienta",


apretados rulos separados por zonas peladas.


Ya en la noche cerrada se reunieron en derredor y les mostré las fotos en la pantalla de la cámara fotográfica.


Identificarse entre ellos provocó alboroto ya que ante la falta de espejos no tienen noción certera de su propia imagen.

Con las primeras luces nos tomamos una fotografía de despedida



y emprendimos el camino de regreso por una selva brumosa




















y de colores apenas insinuados que era justo marco para los pensamientos y sensaciones que me embargaban



al alejarme de un micromundo en equilibrio, desafortunadamente amenazado por la tala indiscriminada y por los hasta ahora poco exitosos programas de sedentarización del gobierno camerunés.