lunes, 20 de abril de 2015

Lugares: Tibesti, el Sahara prohibido








En febrero de 2014 visité la República de Chad
por tercera vez, en esta oportunidad para recorrer
la remota región sahariana de los Montes Tibesti.
Es frecuente y entendible que casi todos tengamos
in mente una imagen del Sáhara con grandes
extensiones de arena y enormes dunas. Aunque es
cierta no responde a todo lo que ofrece este desierto,
el más extenso del planeta tras el antártico, .



Tibesti es una región montañosa, un macizo volcánico que abarca el norte de Chad y el sur de Libia. El volcán Emi Koussi, con sus 3415 metros de altura es la mayor elevación del Sáhara.

Ante la dificultad de encontrar compañeros en Argentina dispuestos a afrontar esta dura experiencia me contacté gracias a la mediación de mi amigo Joan Riera, un experimentado antropólogo catalán y gran conocedor de África, con Rafael Solá Ferrer.
Es también él un empedernido viajero, español pero que reside desde su infancia en Alemania, que logró interesar a ocho personas más (cinco alemanes, una suiza y una croata) lo que permitió solventar la nada simple logística.
Nos reunimos de madrugada en el aeropuerto de Marsella para abordar un avión chárter destinado a transportar personal de Médicos sin Fronteras, miembros de ONGs y algún viajero no convencional al aeropuerto de Faya-Largeau, la mayor ciudad del norte de Chad con sus 15.000 habitantes y capital de la región del BET (Borkou, Ennedi y Tibesti). Fueron 15 días de travesía y acampada. Nos movilizamos en cuatro Toyota Land Cruiser antiguas y en un estado que fluctuaba entre malo y deplorable.

Las cuatro cumplieron con el recorrido de 2000 kilómetros gracias a la pericia e ingenio de Hosseia, el chofer "jefe".









Arribamos a Faya al mediodía bajo un sol abrasador a pesar de estar en el "invierno" boreal con una temperatura que superaba descaradamente los 35°C.


En verano Faya soporta temperaturas que rondan los 50°C. Nunca llueve salvo unos 18 mm en agosto.
Tras recuperar nuestros bolsos amontonados en la arena los cargamos en el reducido espacio libre que víveres y combustible dejaban en los vehículos


y partimos hacia la zona del mercado a comprar agua. Fue la única oportunidad de hacerlo.

Llevamos un promedio de 3 litros por persona, cantidad decididamente exigua para emprender una travesía de estas características pero contábamos con Hassan, nuestro guía e intérprete de la etnia tubu, que nos ayudaría a encontrar pozos de agua. Todos portábamos pastillas potabilizadoras.





¿Porqué Sáhara Prohibido?
Austero e imponente, estéril y atormentado, el relieve de esta fortaleza volcánica es el hogar de los tubu, una etnia resistente a toda prueba y profundamente conectada con el sentimiento de pertenencia al clan. Este entorno ha dado forma a hombres feroces, y los gobiernos centrales no la han tenido nunca fácil allí. El Tibesti fue la última región sahariana conquistada por las fuerzas francesas durante el período colonial, las que truncaron el avance italiano desde el norte.
El acuerdo franco-italiano de 1935 divide las zonas de influencia, el corazón del macizo quedó  bajo la influencia francesa en Chad, mientras que su parte norte, en Libia, fue para los italianos. Esta división sentó las bases de la futura disputa territorial  que dio lugar a una guerra violenta y devastadora en las décadas de los 70 y 80 incentivada por las apetencias territoriales del poderoso, imprevisible, despótico y extravagante líder libio Muamar el Gadafi.

Hoy, el desplazamiento entre las dos partes del macizo no es fácil para los extranjeros; sólo chadianos y libios pueden cruzar sin complicaciones la frontera.
Las numerosas zonas minadas hacen peligrosas las travesías ya que son escasos los tramos demarcados como desactivados y transitables con relativa seguridad.



Me queda desearles a los lectores un viaje bloguero seguro a  Tibesti, el Sáhara prohibido, resguardados del potencial riesgo de hacer explotar uno de estos maléficos dispositivos, pero con la posibilidad de percibir el magnetismo de esta zona única, que me atrae y subyuga .





Salimos de Faya hacia el oeste comenzando un circuito en el sentido de las agujas de reloj. Inicialmente la idea era hacerlo en el sentido contrario pero en el Ennedi había fuertes vientos con tormentas de arena y pareció acertado demorar la llegada a esa región. Lamentablemente la situación no se modificó.

Mapas y GPS mediante replanteamos el trayecto.

 
















 Muy rápidamente dejamos de ver seres humanos.













En un par de horas de marcha llegamos a un palmeral y nos detuvimos a almorzar. Al descender me encontré con una acalorada (no cabe otra calificación en un mediodía sahariano) discusión entre la suiza, mujer temperamental, y uno de los alemanes, algo obsesivo, que resultó ser el único que desentonaba con el grupo.










Ignorando el altercado choferes y guía, todos musulmanes, se apartaron a cumplir con una de las cinco oraciones del día.





Vale aclarar que ningún miembro del grupo se conocía con algún
otro y se había conformado una mixtura heterogénea de personas con distintos intereses y motivaciones. Rafael sugirió un reordenamiento de los pasajeros en los vehículos y me usó de comodín. Terminé con el del conflicto junto a mí y en unos días lo metí en vereda y no molestó más. Otra consecuencia de mi adecuación a las incomodidades fue que repetidamente incluían en mi vehículo a la cocinera, una enorme mujer con esteatopigia (gran acumulación de grasa en las nalgas) que tras ingentes esfuerzos para abordar dejaba expandir relajada ocupando desproporcionadamente el asiento y obligando a quienes lo compartíamos a adoptar posturas de una estrechez que sorprendía.





Continuamos camino y ya sobre el atardecer comenzó a soplar el harmattan, un viento alisio frío y seco que levanta una molesta polvareda que irrita los ojos y afecta los mecanismos de las máquinas fotográficas.



La arena así empujada puede llegar a América. Aunque provoca irritabilidad en humanos y camellos alivia el agobiante calor, tanto es así que los tubu lo llaman "El Doctor".

El harmattan no nos abandonó en todo el viaje.
Cuando nos acercábamos al palmeral donde pasaríamos la primera noche comenzó a amainar lo que facilitó el armado de las carpas,



saborear una cena a base de carne de camello sin arena
















y disfrutar de la puesta de sol sin velo.



Al amanecer con los cuerpos algo tullidos tomamos nuestro
primer desayuno










y tras levantar campamento seguimos viaje ya con rumbo noroeste para entrar en las estribaciones del gran erg de Bilma.




Erg es una palabra de origen árabe que designa las extensiones arenosas con dunas. Este erg es enorme y abarca también el norte de Níger.



Llevábamos más de 24 horas tratando de dosificar el agua cuando llegamos al primer pozo .



Fue el mejor montado, con una bomba manual y evidentemente en una ruta caravanera muy transitada. Había varios vehículos menores y un par de camiones que provenían de Libia. Los algo más de 2500 kilómetros que separan a Tripoli, capital libia, de N´Djamena, capital chadiana, pueden demandar más de dos meses de travesía para estos camiones equipados con tanques de combustible de varios miles de litros de capacidad.



Los pozos son regenteados por los clanes y se debe acatar un orden establecido para aprovisionarse




 y no hacer un uso irrespetuoso del agua, por ejemplo para higienizarse.







Nuestros choferes esperaron, conociendo los códigos, la autorización.



Bien abastecidos de agua para beber y cocinar continuamos viaje.

                                                               

Los trayectos tentativos de las caravanas están señalizados
con cubiertas de neumático
inutilizadas.









A un costado de la huella encontramos coloquíntidas, unas plantas trepadoras que en los erg se resignan a ser rastreras.








Son usadas por los tubu con fines terapéuticos como purgante drástico, abortivo y contra los efectos de las mordeduras de serpiente y escorpión. Los frutos ya secos y muy livianos se desprenden y son llevados por el viento rodando a grandes distancias.

Unos kilómetros más adelante encontramos el primero de los muchos tanques abandonados,



enmudecidos testigos del cruento conflicto bélico.











Caía el sol cenitalmente, comenzábamos a tener apetito y pensar en una sombra para almorzar y descansar parecía de ficción.
Hassan nos hizo una seña como pidiendo paciencia y en un par de horas encontramos un "hongo" de piedra bajo el que encontramos reparo.





Aún no se evidenciaba  la carencia de variedad en el menú. Constó en esas dos semanas de cuscús, fideos o arroz alternados en ese orden o en otro, intercalados con una ensalada "fría" a base de papas pequeñas (hervidas en el agua recuperada de la comida anterior como parte del plan de economía) y porotos negros envasados.







Preparaba la cocinera una salsa mayonesa sazonada con condimentos difícilmente identificables pero muy sabrosa que cada uno de nosotros podía o no agregar en su cuenco.




En los alrededores encontré curiosas formaciones producto de la implacable erosión eólica.


























Ya con rumbo norte para encontrarnos con las primeras evidencias del macizo volcánico topamos un segundo tanque











cuyas saqueadas vísceras pudimos recorrer.




Poco después ante la temprana puesta del sol armamos el segundo campamento.



Como todas las mañanas amaneció fresco y con cielo absolutamente despejado.



Y como siempre a medida que el sol ascendía comenzaba a soplar harmattan y el azul celeste se enturbiaba.







A poco de comenzar a andar encontramos una mezquita hecha con piedras



que trazaban la planta, con su musalla, sala de oración abierta, y el mihrab orientado hacia La Meca.










Al rato llegamos al segundo pozo.






Bien construido pero más sencillo que el primero. No tenía bomba manual pero contaba con una roldana para izar un balde de cuero.
La calidad del agua de los pozos es buena pero el manejo sin precauciones higiénicas contamina. Cuando extraen agua para abrevar los camellos y las cabras apoyan el balde sobre los excrementos y vuelven a arrojarlo.

Una mujer con sus hijos estaba lavando ropa.











Al  no haber hombres adultos presentes no demoraron en hacerse a un lado para que cargáramos agua.











































Seguimos camino en las estribaciones del erg de Bilma hasta el mediodía.















Durante el almuerzo los choferes se dedicaron a reparar los neumáticos.





El promedio de pinchaduras era de cinco diarias y el método de reparación muy elemental.









Por la tarde comenzamos a ascender hacia la meseta de Daski.




Se sucedieron grandes extensiones de material volcánico y tramos de arena entre vistosas formaciones pétreas.


Junto a una de ellas, en las cercanías de la aldea de Zouar, armamos el campamento para pasar


la primera noche con bajas temperaturas.



Costó levantarse esa fría mañana.



.








Abandoné la carpa cuando el sol comenzó a entibiar el ambiente


y me reencontré con la majestuosidad del paisaje.


A las 8 de la mañana llegamos a Zouar, una polvorienta aldea




que está en una de las principales rutas caravaneras y que se autodefine como Puerta del Tibesti.



 















Se respiraba el rechazo a nuestra presencia (me refiero a los blancos). No nos dirigían la mirada.





Los choferes y Hassan nos dejaron en ese escenario con público hostil para alejarse a






repostar combustible de procedencia libia acopiado en vetustos
tanques metálicos.







Lamentablemente la primera oportunidad de interactuar con los tubu se desperdició.


Casi fue grato alejarse de Zouar y
volver a disfrutar el recorrido entre
majestuosas formaciones rocosas,
 


algunas de ellas con atractivos petroglifos.

















A tres horas de camino apareció
como  por generación
espontánea un niño festejando 
nuestro paso.










En realidad estábamos llegando al caserío de Zouarké.







El jefe del clan se acercó a dialogar con Hassan






y luego se retiró a deliberar con otros miembros del mismo. 










  
Decidieron dejarnos repostar agua 
pero no combustible.













Volvimos a ingresar en una zona de riesgo.



No hacía falta dominar el árabe para tener la certeza que el cartel decía "Peligro Zona Minada" o algo de similar trascendencia.









 
Un grupo militar nos retuvo para permitir        
la desactivación de una mina.  












Al mediodía encontramos un lugar reparado del viento y con alguna sombra para detenernos
a almorzar.


  
La reiteración del limitado menú comenzó a hacer que las ingestas cumplieran estrictamente con las necesidades de supervivencia pero ya distaran de ser gastronómicamente placenteras.








                                                            

Ingiero sin renuencia casi cualquier
cosa pero mi cara ya traslucía que
no eran las comidas momentos de 
hedonismo memorables.



Como para soñar con una variante hallamos en el lugar unos "champiñones del desierto" pero su apariencia despertaba más curiosidad que apetito.
   












Comenzamos a ascender por caminos tortuosos y accidentados que  ralentizaron nuestro avance





hasta alcanzar una meseta desde la que se divisaba las Torres de Sissé  que asomaban con aire fantasmal.














Los crepúsculos en las latitudes         cercanas al ecuador son cortos
así que apuramos el armado 
del campamento sin dejar de 
admirar la puesta del sol.







Esa noche la pasé en una casamata con restos de artillería.












Antes de la salida del sol estábamos en marcha con rumbo noreste hacia el Pic Toussidé, de 3265 metrosde altura, el más occidental de los volcanes del macizo.








Desde el satélite se aprecia su forma de pulpo con tentáculos de lava y a su derecha el Trou au Natron, un abismo gigantesco de ocho kilómetros de diámetro y casi mil metros de profundidad.








Su fondo está cubierto de cristales de carbonato de sodio que le dan blancura la que resalta la
presencia de pequeños volcanes,





uno de ellos perfectamente cónico lo que denota que la actividad volcánica hoy casi desaparecida no está tan lejana en el tiempo.

A poco de llegar al borde de la caldera Hassan y cinco del grupo iniciamos el descenso por una camino de cornisa,



estrecho y de gran pendiente para salvar los más de 700 metros de desnivel. Los tubu acostumbran bajar, y lo hacen con velocidad y soltura, para tomar baños termales y recolectar sales para el ganado.







Almorzamos bajo la sombra de uno de los pocos árboles que consiguieron prosperar en un terreno tan poco apto.











Luego comenzamos a caminar sobre el fondo blanco de la caldera


hasta llegar a unas fumarolas
































en las que darse un baño termal y disfrutarlo es aparentemente sólo para los tubu de piel curtida.





Fui el único blanco que se atrevió a
darse una reconfortante mojadura
de pies.
Al retirarlos los vi rugosos y con
cierta hipersensibilidad...pero
seguían siendo dos.















Seguimos describiendo un círculo, agobiados por la masiva pared que nos rodeaba sin solución de continuidad,



 para acercarnos al perfecto cono volcánico que caracteriza la imagen del Trou au Natron.


Emprendimos el regreso buscando la senda por la que habíamos descendido atravesando una zona


de afiladas puntas de cristales que
mellaron nuestros calzados.













El ascenso se me hizo duro ya que tuve un par de episodios de mareo posiblemente causados por deshidratación.
Rafael me acompañó por precaución.

Llegamos al borde de la caldera cuando ya caía el sol y las sombras realzaban la espectacularidad del Trou au Natron.


En ese mismo lugar y con esa vista armamos nuestro campamento.



Tuvimos que levantar pircas para
repararnos del viento y del frío.
Estábamos a 1850 metros s.n.m y
esa noche soportamos -3°C.










 Tomamos rumbo noreste por sendas pedregosas atravesando zonas de una


belleza agreste y una inmensidad inimaginables.

En un alto en el camino encontré una
planta solitaria de flores coloridas
y de una frescura que contrastaba
con tanta aridez y que planteaba
interrogantes sobre los maravillosos
malabares de la naturaleza que allí
la implantaron y la hicieron prosperar.









El camino continuó desmejorando serpenteando por desfiladeros que son ruta obligada para caravanas y contingentes militares.



Al llegar a la Garganta de Oudingueur  nos detuvo un control militar con uniformados de expresión intimidante y fuertemente armados con fusiles AK-47. La inspección de documentación y vehículos fue irritantemente lenta más que exhaustiva y la posibilidad de una complicación flotaba en el ambiente.





Nos autorizaron a seguir y nuevamente entramos en
territorio minado.
Piedras pintadas en blanco y/o rojo demarcaban la ruta segura.










A una hora de camino la caravana hizo un giro repentino para acercarnos a un farallón con petroglifos espectaculares


entre los que se distingue el Hombre de Gonoa, una figura humana estilizada y dinámica de grandes dimensiones que está entre los "top ten" del arte rupestre sahariano,

un "imperdible" para los que admiramos estas manifestaciones de arte milenario.




















Más de un kilómetro de la pared de roca presenta figuras de animales que merodearon la región miles de años atrás, antes de la desertificación.










Jirafas y rinocerontes,












elefantes
 
y pastores con ganado.













Era nuestro quinto día de viaje y vi la primera
ave. Me acompañó en la recorrida por los
petroglifos saltando de piedra en piedra.










Tras almorzar frente a ese museo al aire libre emprendimos viaje por caminos duros

















y con muchos restos de vehículos destruidos por las minas.
Los chasis denotan cuál fue el destino del vehículo.
De encontrarse retorcido como éste, una explosión lo hizo volar, de no, algún desperfecto hizo que abandonaran el transporte que terminó desguazado.






A lo lejos se divisaba un gran palmeral.



Al ingresar nos encontramos con un nuevo control, menos atemorizante.



No puedo resistir intentar fotografiar estas situaciones a pesar del riesgo
que implica.













En toda África negra está terminantemente prohibido tomar imágenes de puestos militares y
policiales, puentes y edificios gubernamentales.


Atravesar los palmerales requiere de gran destreza conductiva ya
que al faltar la acción del viento
sobre la arena ésta adquiere una consistencia blanda y los vehículos
tienden a hundirse.









Repentinamente se abrió el panorama y apareció la principal población de Tibesti, Bardaï.


Una alta antena de comunicaciones nos hizo ilusionar con la posibilidad de utilizar por primera vez desde la salida de Faya Largeau nuestros teléfonos celulares pero era de uso militar exclusivo.

Ingresamos a un pueblo fantasma. No se veía ser humano alguno.


Calles desiertas
















y mercaderías abandonadas.




























La primera manifestación de vida fue un grupo de cabras que irrumpió como empujadas en misión de sondeo exploratorio de la situación infrecuente que nuestra presencia desencadenaba.





Casi accidentalmente tras una tapia derruida vi una mujer en el patio de su casa.
 





Rafael consiguió acercarse
a un grupo de jovencitas para
intentar ganar confianza
haciendo uso de su
experiencia y carácter sociable.
Demoraron un buen rato en
dejar de darme la espalda.



Nos encaminamos al mercado donde poco a poco fue apareciendo gente en escena como si hubieran
estado entre bambalinas.







                                                        








Se comenzó a escuchar voces
femeninas que progresivamente
alcanzaron volumen y animación.





Los hombres, en parejas, aparecían y se alejaban en silencio.

    


















Se intuía la conversación susurrada comentando
nuestra excéntrica presencia.




Un grupo de hombres sentados tomando té al sol me daba la espalda deliberadamente.



Haciendo un rodeo evitando ser visto conseguí  fotografiar un par de esos rostros adustos.






Hosseia y los otros conductores se
sumaron a la inacción masculina.



Los niños y las mujeres le otorgaban dinamismo y energía al atardecer de Bardaï.




















































                                                           









Conseguí despertar un par de sonrisas radiantes
haciendo unas compras. Cebollas
pequeñas y moradas por un lado



y unos jugos embotellados de origen libio por otro.










En la "plaza central" del pueblo
cargamos agua la que se
despachaba desde una canilla

que fue uno de los artilugios tecnológicos más desarrollados que encontramos en todo el viaje.

Abandonamos Bardaï pasando junto a otro grupo que conformaba un monumento a la indiferencia.


Nos alejamos unos kilómetros hacia el sur hasta una zona rocosa muy pintoresca llamada Ehi Kourné cuando el sol caía


y teñía el entorno de color rojizo.


Un espacio ideal para acampar.

Amaneció y poco a poco tomé conciencia del lugar en que me encontraba.


Tras desarmar la carpa me alejé del campamento buscando "intimidad sanitaria".


















Seguí la huella de una serpiente que se dirigía
hacia el lugar que yo había elegido.
La compañía de una víbora cornuda no fue la mejor para lograr
la distensión buscada.






Hace un cuarto de siglo, en el año 1989, el pintor y escultor francés Jean Vérame aprovechó el entorno natural de Ehi Kourné para crear pintando las rocas obras multidimensionales de land art.



El proyecto fue financiado por el presidente de Chad y el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, así como por corporaciones privadas, la petrolera francesa Total entre ellas.



No resultó extraño que los únicos colores utilizados por Vérame hayan sido los de la bandera francesa. La intervención armada de Francia puso fin en ese año al conflicto con Libia.
El azul, intenso, era el IKB (International Klein Blue) patentado por el artista francés Ives Klein, un importante referente del movimiento conocido como neo-dadaísmo. La obra de Klein no es fácil de digerir, lienzos monocromos sin detalle alguno o su Sinfonía Monótona,  pieza que sostenía una sola nota durante veinte minutos para continuar con otros veinte minutos de silencio.
Este color es el que más se degradó en estos 25 años y el rojo trocó a rosado. 








Partimos hacia el este y cerca del mediodía atravesamos una garganta rocosa. En un alto en el camino Hosseia sacó un balde cuyo contenido me intrigaba hacía días.



Resultó ser una pasta de dátiles. En su primer gesto de gentileza nos convidó. Era muy sabrosa pero lamentablemente incluía arena en su composición, un ingrediente decididamente involuntario que le quitaba encanto a esa única golosina de la travesía.

















Hosseia era de pocas palabras y ejercía control y dominio sobre los otros conductores que se acoplaban sin convicción a su parquedad.




Un par de horas después llegamos a Zoumri, un caserío minúsculo en medio de la nada.




No más de una docena de chozas y muy pocos habitantes seguramente relacionados o emparentados



  con los militares a cargo de un puesto de gendarmería.




Dos jovencitas curiosas se fueron acercando tímidamente describiendo una espiral a  nuestro alrededor.


























Ya frente a frente pude apreciar sus hermosos rasgos.
La belleza de las mujeres tubu es reconocida en el norte de África y antaño fueron demandadas por el mercado de esclavos.




                                                                               




A poco de salir de Zoumri y ante el excesivo consumo de combustible  se armó un conciliábulo para replantear y acortar el trayecto a seguir hasta Yebbi Souma, última posibilidad de repostar.








El  nuevo trayecto hizo que pasáramos por la fuente de Torotorom una de las pocas de Tibesti que fluye todo el año. A más de seis meses de la última y raquítica lluvia brotaba apenas un litro por minuto pero saber de su existencia para un nómada tubu puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.










Comenzaba a caer el sol y nos desplazábamos por un terreno totalmente inadecuado para montar un campamento



pero afortunadamente con las últimas luces de un atardecer espectacular llegamos a una planicie arenosa para pasar la noche.



No menos espectacular fue el amanecer.










A esta altura del viaje ya se habían 
acortado los tiempos necesarios  
para levantar el campamento,
desayunar y reanudar la marcha.









En un par de horas llegamos a Yebbi Souma, el poblado en el que esperábamos conseguir combustible.


Desde la distancia no parecía ofrecer algo de interés pero como fue norma en la travesía fueron los niños y jóvenes, y los había en cantidad, los que enriquecieron la visita.








El diseño y construcción de las viviendas difieren de lo visto 
en Bardaï. 







Las bases circulares y la parte baja de las paredes son de piedra cubiertas por un entramado 
de ramas de palmera algunas de las cuales se clavan en la tierra para 
darle resistencia a los vientos.


 




Comenzaron las tratativas para 
comprar combustible y finalizaron 
con éxito.
A partir de esto teníamos garantizado arribar a 
Faya-Largeau.








Desplazarse por la aldea fue placentero. el comportamiento de sus habitantes fue esquivo pero casi cordial. 




Algunos escondían sus rostros y otros 
se escabullían sigilosamente en sus 
casas ante nuestra proximidad. 































































La única construcción de material era la escuela.
No era hora de dictado de clases pero gran cantidad de niños y jóvenes estaban en su cercanía.
Parecían disfrutar de ese ámbito y nos acompañaron en la recorrida.



















Me sorprendió ver en el pizarrón la seriedad y complejidad del tema que trataron ese día, osteología humana.
Reconozco que nunca pensé que en este entorno y con las limitaciones que tiene esta juventud de migrar a centros urbanos vería tal temática.







Las sorpresas continuaron.
Uno de los alumnos
insistió en mostrarme su cuaderno.
Lucía por su prolijidad y perfecta

ortografía.










Partimos hacia el sudeste y a un par de horas de viaje nos encontramos con un jeep averiado. El conductor era un lingüista americano que convive con los tubu desde hace años. Es el único occidental que domina esa lengua. Es, en la fotografía, el hombre alto de túnica celeste y su mujer, también norteamericana y asimilada al islam, la que está sentada refugiada en la escasa sombra que daba su vehículo y rodeada por un charco de aceite del diferencial desarmado.
Algo me llamó la atención en el pantalón oscuro del joven de la izquierda. Me acerqué y pude leer en él la frase "Una loca pasión" junto a un descolorido escudo de Boca Juniors. Intervino el lingüista y llegamos a la conclusión que el joven no tenía idea de qué era lo que provocó mi curiosidad ni lo que representaba ese escudo en Argentina.

Arribamos sobre el mediodía a Yebbi Bou,
la aldea natal de Hassan.
Está emplazada junto a un acantilado que
encauza un arroyo que da vida a un frondoso palmeral que nuestro guía nos mostró con orgullo.



Su pertenencia al grupo nos facilitó el desplazamiento dentro del poblado y el ingreso a una casa donde cocinamos nuestro almuerzo.





Algo extraño flotaba en el ambiente 
cuando tras almorzar comenzamos a
preparar la partida.
La mujeres miraban de reojo y con
cierto enfado.






Los hombres en cambio, lo hacían con escasa discreción y como sabiendo que un suceso estaba por
desencadenarse.






Repentinamente aparecieron Hassan y el jefe de Yebbi Bou caminando a un ritmo que marcaba
indudablemente la tensión de la conversación que mantenían.







Cuando quise documentar el
momento el jefe me paró con
mala cara.













El motivo de la discusión recién lo confesó Hassan unos días después poco antes de finalizar la
travesía.


Tenía Hassan en este pueblo una
de sus esposas y lo que le exigían era
saldar el pago de la dote bajo amenaza de
no dejarlo salir, lo que habría complicado
la prosecución de nuestro viaje.







Como sucede casi siempre en África Negra las discusiones se extienden exageradamente así como
finalizan en un pacto.
Los términos del mismo los desconozco pero pudimos partir sin problemas.

En un palmeral, cuando el sol comenzaba a declinar



 encontramos el sexto pozo, sumamente rudimentario



Continuamos andando y pasamos junto a lo que fue una pista de aterrizaje que habrá demandado mucho trabajo despejando rocas y nivelando para hacerla funcional.


En una de sus cabeceras se degradaban los restos de un helicóptero abatido.









Cuando el paisaje mudaba de color a un abanico de rojos encontramos donde acampar.



Al clarear el abanico pasó a ser de grises efímeros.







Tan efímeros como los desayunos que
cada día eran más frugales
y menos deseables.
Comenzaban a escasear los víveres.








Al poco rato de andar abandonamos este enneri. Los enneri son ramblas arenosas entre los macizos rocosos.




Comenzó el tramo de camino más accidentado. En 10 horas de marcha cubrimos sólo 56 kilómetros.











Las cubiertas de los neumáticos en pésimas condiciones y mantenidas con técnicas de zapatero remendón comenzaron a dar problemas.


























Valió la pena dar tantos saltos ya que apareció ante nuestra vista uno de los paisajes más conmovedores del viaje.

Arenas doradas contrastando con bloques basálticos oscuros

















dieron marco a una oportunidad de hacer un alto para no despreciar.


Mientras la cocinera preparaba el almuerzo salí con Rafael a escalar un promontorio desde donde se apreciaba la pequeñez del grupo y los vehículos
















y lugar donde documentamos el progresivo deterioro que las exigencias del Sáhara y la falta de posibilidades de higienizarnos iban provocando.



También se refleja en nuestras
sonrisas el placer difícilmente
descriptible que esta dura
experiencia nos brindaba.












El sol castigaba sin piedad y el único reparo lo otorgaba un arco de piedra que evidentemente era usado por las caravanas a juzgar por las inscripciones.






























Descansamos algunas horas en el lugar sabiendo que nos esperaba un tramo en el que podíamos circular a velocidad alta y recuperar tiempo.

















Llegamos a un cruce donde desembocaba otra de las rutas caravaneras procedente del sudeste libio.





Coincidió con la hora de oración.

















Encontramos el séptimo pozo de la travesía.








Un par de camellos merodeaba con la expectativa de que les diéramos de beber. Fue lo que hicimos.

Quedó en claro que es un hábito
que han adquirido y que lo intentan
toda vez que un humano se acerca
al pozo.
Sobre ellos la luna se insinuaba en
su fase plena y su luz nos iluminaría
las últimas noches del viaje
otorgándole al desierto una magia
sobrecogedora.
















Poco después desplegamos nuestro noveno campamento.



Fue el primer y único amanecer en el que nos despertó el gorjeo de
un pájaro









y al abandonar nuestras carpas nos encontramos con la mole del Emi
Koussi algo desdibujada por el harmattan. Sus más de 3400 metros de altura quedan relativamente minimizados porque nos encontrábamos en una planicie a unos 1100 metros y por tratarse de un volcán en escudo de pendientes suaves.


Partimos con rumbo sudeste comenzando a abandonar Tibesti para adentrarnos en la región de Ennedi.




Nos cruzamos con un jeep, el único
vehículo en toda la jornada.












Los chadianos son maestros en burlar la ley de la impenetrabilidad cargando bultos y personas
en espacios limitados.


Cerca del mediodía arribamos a las ruinas de un fuerte del imperio otomano que en el momento de su máxima expansión alcanzó este punto.



















Fue abandonado unos años antes de la Primera Guerra Mundial, suceso
que marcó la caída del imperio.










Desde los muros del fuerte se divisaba el poblado de Gouro.  Parecía deshabitado.














                                                         

A las puertas vimos una mujer que impresionaba como creada y empujada por el viento.







Eran horas del mediodía y del descanso.














La única casa en la que hubo movimiento fue la de mi chofer, oriundo de Gouro.

La primera en aparecer fue su hijita.


















Nos invitaron a pasar a un patio tapiado y con alguna sombra.
Mientras preparaban el almuerzo salí a dar una vuelta por lo que supuse era el centro de la aldea.



La plaza del mercado estaba casi desierta
y las puertas de los puestos de venta
cerradas.









Sólo abren en las primeras horas de la mañana y al atardecer.

Algunas mujeres se escabullían


















y otras espiaban descorriendo sus
ropas mínimamente.


















La mezquita fantasmalmente desolada lucía su minarete rematado en azul.




Frente a ésta tres mujeres sentadas en la arena bajo el perforante sol del mediodía seguían en
silencio mis movimientos.
























Regresé a la casa. En una de las paredes del patio 
colgaba un par de gerbas, recipientes de cuero 
cosido para transportar agua. 
Ningún tubu se aleja sin portar una en el lomo 
de su camello o cruzada en bandolera sobre su espalda. 












                                                             
Nada nuevo en el menú. 
La diferencia la hizo el entorno urbano
y  el ambiente de familia. 
  
                                                                                   
Las tapias permitieron que en esta ocasión encender mi pipa no fuera
una sucesión de frustrantes
intentos.












Acoplándonos a la actitud de todos los habitantes de Gouro dormimos una siesta bajo la sombra 
de un árbol.

Cuando mermó en un par de grados la temperatura proseguimos viaje hacia el sudeste para acampar en las cercanías de Ounianga Kébir. No se puede entrar a estos poblados cuando se puso el sol.

Hassan apareció en medio de la oscuridad con una cabra a la que sacrificó siguiendo el rito halal,
conjunto de prácticas permitidas por la religión musulmana, que ejecutó en su forma más pura.




Comenzó tranquilizando al animal con susurros al oído tras lo cual lo degolló invocando a Alá con 
una rápida incisión con una daga muy afilada.
El animal debe estar mirando hacia La Meca y el corte debe ser de las venas yugulares y las 
arterias carótidas sin afectar la columna vertebral. La intención es minimizar la 
agonía y permitir que desangre totalmente. La sangre es considerada impura.




 Trozaron el cuerpo




y antes de
comenzar la cocción arrojaron el
hígado a las brasas y oraron.
Estimo que se trata de una costumbre animista preislámica.












Durante toda la noche sopló un fuerte viento que cedió al amanecer.





Nos acercamos a Ounianga Kébir intentando conseguir infructuosamente agua. Lo que sí conseguimos fue utilizar nuestros teléfonos celulares por primera vez en diez días. No pude hacer llamadas a Argentina ya que el desfase era de 6 horas.

Llegamos a los Lagos de Ounianga. Son una "anomalía" geológica. 18 lagos divididos en dos grupos que toman el nombre de los pueblos que se yerguen en las orillas de los lagos más extensos de cada uno de ellos.
Ounianga Kébir identifica a este grupo y está emplazada a orilla del lago Yoa, cuya superficie es de 358 hectáreas y su profundidad de 27 metros.






Estos lagos forman un sistema hidrológico que es único en los desiertos de la Tierra y son los vestigios de un lago más grande que ocupaba la cuenca hace unos 5000 a 15000 años.
Normalmente cuando la superficie del agua está expuesta en ambientes altamente áridos se convierte en solución salina debido a una alta tasa de evaporación.

En este caso, a pesar de que la tasa anual de evaporación del lago Yoa es equivalente a 6 metros, factores físicos únicos se combinan para mantener a todos los lagos, a excepción del lago Teli, frescos. El agua acumulada en un acuífero subterráneo durante milenios de clima húmedo se suministra a los lagos, y un viento implacable que sopla desde el nordeste, separa con arena la cuenca en sectores compartimentados. Gruesas esteras de totora, cubren la superficie de los pocos lagos de agua dulce lentificando la evaporación. 

En 2012 la UNESCO los incorporó como Patrimonio de la Humanidad.

Nos acercamos a la costa del Yoa cruzándonos con mujeres





 




que se desplazaban en conflicto
con el viento.















Las aguas eran de una composición
cáustica, lo que seguía demorando
la posibilidad de tomar un baño
para desincrustarnos la mugre y
desenmarañar nuestros pelos.






























Subimos a un mirador desde donde se apreciaba la dimensión y espectacularidad de este lago.
















A nuestras espaldas se mostraban las contracaras áridas de esta insólita región sahariana.







































Ya cerca del mediodía partimos hacia el sudeste rumbo a los lagos Katam y Ouma.






Se los conoce como lago Rojo y lago Verde por los colores que sus composiciones les confieren.









   


Almorzamos junto a la comunicación que hay entre ellos
























en un palmeral buscando
reparo del harmattan que
parecía endiablado lo que confirmó el argumento por el que inicialmente invertimos el sentido del circuito de la travesía.






Casi con resignación seguimos viaje.
Por momentos la visibilidad era
escasa y descender de los vehículos
era arriesgar nuestras córneas y
cámaras fotográficas.










A poco de caer el sol arribamos a las cercanías de Ounianga Sérir a orillas del lago Teli.

Este lago es el más extenso (436 has)
pero sólo tiene 10 metros de profundidad.
Sus aguas son muy
saladas por lo que no hay juncos
que demoren su evaporación.
Es el más bajo de todos y el agua
no le es suministrada por el acuífero
sino por filtración desde los lagos
circundantes a través de las barreras de dunas.





Estábamos a la vista de las desperdigadas chozas de Ounianga Sérir pero dada la hora nos quedamos fuera del poblado.

Era noche de luna llena y su aparición redondeó un momento de extrema belleza.




Muy temprano sentí que algo rondaba mi carpa. Abrí silenciosamente el cierre y me encontré con un chacal a un metro.




La luz era tenue, la luna llena ya declinaba en el horizonte.

Alisté la cámara y salí entredormido y dando tumbos.















Un par chacales se alejaba sigiloso.










Esperé la salida del sol y cuando intenté calzarme no
encontré una de mis sandalias.
Inicialmente pensé que el viento de la noche la había cubierto de arena pero pronto la sospecha recayó sobre los chacales.















Las huellas se dirigían hacia unas rocas lejanas donde presumí que podría estar la madriguera y hacia
allí me encaminé descalzo caminando por arena aún no recalentada por el sol.

Después de           
unos centenares
de metros la

huella que era
lineal pasó a ser
irregular y
allí apareció mi
sandalia indemne
y sólo babeada.








Descendimos hacia Ounianga Sérir y nuestros  sentidos quedaron suspendidos ante la vista impresionante del lago Teli.

























Por suerte ese día el harmattan demoró su aparición y dejó que el lago se luciera así como hizo agradable visitar este caserío que no cuenta con la más mínima estructura.
























Sus pobladores
son huraños
y sus
semblantes
denotan la
dura exigencia
que demanda
la supervivencia.
































Las mujeres son hábiles cesteras. Confeccionan recipientes con hojas de palmera en una cerrada trama que los hace hace aptos para llevar líquidos, leche y agua, con una estanquidad absoluta.

Nos acercamos a la costa














donde
encontramos
aves migratorias
que cuentan con
estos espejos de
agua como el
único reposo en
su cruce del Sáhara.










Desde la orilla se aprecia la inusual
imagen de sus cuatro islas cónicas.















A pocos kilómetros está el lago Boukkou, único de agua dulce de este grupo.

Hacia allí nos dirigimos para
almorzar en sus orillas y darnos
el tan añorado baño después de 12 días.


































Este lago tiene gran parte de su superficie invadida por los juncos.
Lo primero que hice fue lavar
mi ropa y alguno de los
conductores y compañeros me
siguieron. En minutos estuvo
todo seco.


















Luego vino el chapuzón. El agua
al provenir del acuífero estaba
muy fría aun para mí que estoy
acostumbrado a los lagos de
la Patagonia.



































Sin explicación algunos de mis compañeros varones no se bañaron. Ninguna de las mujeres
lo hizo pero con explicación: había un grupo de nómadas en las cercanías y no podían
quitarse la ropa ni insinuar detalles de sus cuerpos haciéndolo vestidas.
Tras almorzar iniciamos el regreso a Ounianga Kébir echándole un último vistazo al lago Teli y sus alrededores.














Arribamos a Ounianga Kébir un par de horas antes de la puesta del sol.


Lo primero que llamó mi atención fue un cartel anunciando el Hotel UNESCO. Fugazmente pasó por
                                           

mi mente la idea de dormir
en una cama y dar tregua a
mi vapuleada osamenta
pero la sensación que daba
el "lobby" la desmoronó.










La imagen difería de la que me llevé unos días atrás. En aquella oportunidad era muy temprano, poca gente se veía y sólo aprovechamos la posibilidad de usar nuestros celulares.
Hoy todo era distinto.












Estaban levantando los puestos del mercado. 


Todos se movían en forma funcional pero sin prisa. La prisa parece no existir en estas latitudes.

 

























Cuando se restableció la calma me
tomé un respiro recostándome
contra la pared de un local de
papelería, rubro que impresionaba
tan insólito como sin destino, e
hice unas llamadas con mi celular.

Recibir llamadas y mensajes desde
un lugar tan remoto dejó perplejos
a los destinatarios.

Luego rodeé la mezquita. Fue emotivo el silencio que me envolvió junto a sus muros.















































Nos alejamos a las afueras para acampar en el borde de un acantilado desde donde se dominaba el lago Yoa.


Amaneció y al rato partimos
sabiendo que ya no veríamos
más agua en el resto del
camino.


Nos esperaba un día duro de travesía. Más de 300 kilómetros
hasta los confines del erg de Djourab.






Es  un territorio de arenas traicioneras y dunas móviles en el que el harmattan castiga sin piedad.












Al mediodía llegamos a unas
formaciones rocosas y almorzamos
al pie una a la que los tubu llaman
"falo de burro".














































Nos esperaban aún 160 kilómetros
de marcha incómoda para arribar
a un conjunto de dunas en forma
de herradura características del erg
de Djourab donde pasaríamos nuestra última noche de acampada en el desierto.


















Tras montar el campamento y ante la inminencia de la puesta del sol trepamos a las dunas para disfrutar de un espectáculo único.











Se divisaba la distribución de las carpas en la concavidad de la herradura y a no menos de dos metros del pie de la duna ya que durante la noche ésta puede desplazarse y cubrirnos. Mi carpa es la que sale de la línea y está más alejada del riesgo.


































































































































































Amaneció frío y sereno. Nos restaba
solamente recorrer los últimos 60
kilómetros para arribar a Faya-
Largeau, nuestro destino final.














En el año 2001 un equipo franco-canadiense de paleontólogos halló en el erg de Djourab un único espécimen fósil de Sahelanthropus tchadensis, un homínido extinto datado en 6 a 7 millones de años de antigüedad , al que apodaron Toumaï.



Este nombre en lengua sahariana kanuri significa "esperanza de vivir". Así son llamados en el Sahel los niños que nacen en la estación seca.

A medida que nos acercábamos a Faya-Largeau


aumentaba la presencia humana,
básicamente pastores de camellos.
















Finalmente sobre el mediodía arribamos a Faya-Largeau.
Nos alojamos en unas chozas de estera en Tchang Sous, un barrio periférico.





Tras dos semanas de carpa el lugar impresionaba lujoso. Las chozas eran espaciosas con tres colchones sobre esterillas en piso de tierra y había un recinto rodeado por una pared baja para ducharse con una jarra. La letrina era pestilente.





Dos mujeres nos alcanzaron
el almuerzo que difería de
lo consumido hasta este
día en que había en
su composición algunas
verduras frescas
provenientes de los huertos
a los que llaman jardins.

Un poblador me mostró el
suyo y me ofreció el
mejor de los cuatro tomates
que una de sus plantas,
calcinada y rastrera,
había producido y de un
sabor y frescura irreales.
Fue un gesto de
generosidad conmovedor.




A primera hora de la tarde caminamos hacia el centro de la ciudad


Poco era el movimiento de
personas, algunas a pie y
otras en ruidosas motocicletas
chinas.













Todo estaba cerrado salvo  la
"farmacia"
y alguna puerta desde la que
nos observaban  niños curiosos.













También estaban desiertos la
mezquita
y un templo cristiano.

Aparentemente cristianos y 
musulmanes conviven en
armonía y no se intuye la
actividad de grupos
yihadistas como en mi
viaje del año anterior con
Boko Haram en el norte
de Camerún.





Descansé en la
sombra de un
local de
recarga de
celulares










lindante con el cine que 
anunciaba la proyección
de dos partidos de
fútbol, Real Madrid-Getafe
y a continuación Roma-
Sampdoria.









A la hora en la que salían los
niños de la escuela y 




















camiones muy cargados
se dirigían
al mercado





























                                                       
nos encaminamos hacia un bar, el

Chez Tantine Maï, a tomar unas
cervezas. La Gala que se elabora
en Chad resultó aceptable.
Este lugar es frecuentado por los
pocos extranjeros que llegan a Faya-Largeau y añoran el alcohol
y por parroquianos que al menos en estos horarios diurnos se limitan a
tomar té.
Fue la primera y única oportunidad
en la que nos sentamos en sillas.






Me entretuve observando a una hermosa joven que, y aunque sus códigos son otros, estaba indudablemente participando de un juego de seducción.


Opté por abandonar la reunión sin esperar el éxito o fracaso del cortejo e ir al mercado.











Sólo había mujeres, compradoras
y vendedoras, lo que sazonó con
cierta incomodidad la fascinación
de husmear entre los puestos.



Ya anochecía cuando inicié el
regreso al campamento.
Comenzaban a encenderse
las primeras luces eléctricas.











Aquí, como en casi toda Africa,
la iluminación nocturna es
escasa y sujeta a frecuentes
cortes del suministro.






Ya en las afueras vi una
construcción extraña tanto por su decoración como por
el comportamiento de los peatones
que la rondaban.

Aunque la ley islámica lo prohíbe quedé con sensación de haber pasado frente a un prostíbulo.


Llegué al campamento y ya un par de mujeres estaba horneando pan tradicional para nuestra última cena.


Una exquisitez que alegró
el ambiente de despedida que
envolvía al grupo.



























A media mañana partimos hacia el aeropuerto conociendo la demora del vuelo que aún no había
partido de Marsella.
El vuelo, esta vez diurno, nos regaló vistas espectaculares del macizo de Tibesti en especial una del volcán Emi Koussi sin el velo que en la superficie imponía el harmattan.


Un broche final brillante para cerrar un viaje para mí inolvidable.